Las tendencias y los estudios más recientes en materia de administración pública apuntan a modelos de gobierno enfocados en servir y no en dirigir. La distinción entre ambas nociones parece simple pero conviene ampliarla.
Dirigir significa planear y controlar el desarrollo. Los gobiernos asumen la responsabilidad de crear bienestar para sus comunidades mediante la plantación del desarrollo y la implementación de política publica, en ámbitos como la salud, la educación, el empleo, el impulso a la cultura y los deportes, etcétera.
Servir implica resolver problemas públicos. Los gobiernos atienden problemáticas socialmente sentidas y se proponen resolverlas mediante esfuerzos específicos que incluyen a la ciudadania.
Esta transición del dirigir al servir es lenta y dolorosa. Sobre todo porque ni los ciudadanos ni los servidores públicos terminan de asimilar el rol que les toca jugar en esta nueva dinámica. Existe aún esa percepción generalizada del servicio público como un espacio de privilegios. Dónde dirigir significa dar, conceder, proveer, beneficiar, pero también dominar, influir, controlar, mandar.
Por el contrario, el servicio público al que se aspira es un espacio de movilización de recursos para la resolución de problemas públicos complejos, para lo cual se requiere de una auténtica actitud de servicio, así como de múltiples habilidades tanto humanas como profesionales: tolerancia a la frustración, capacidad de gestión, comunicación efectiva, liderazgo creativo, capacidad de comprensión de la realidad, etcétera.
El reto es formar, desde el gobierno y desde la ciudadania, servidores públicos que superen la tentación de dirigir, y que estén dispuestos a servir a sus comunidades.